¿Cómo sé parte contando o recomendando un libro que habla de libros?, ¿Cómo enfrentar la inmensidad de la historia y sus matices?, estas preguntas me dan vuelta desde hace un par de semanas, y claramente no sé por dónde partir. Es un cúmulo de información, un paisaje que superpone en el mismo lugares momentos que atraviesan la historia y el tiempo.
¿Cuándo nació el libro?, ¿Cuándo comenzó el hombre a escribir?, ¿Cuándo dejará de hacerlo?, estas preguntas viajan por la historia de <El infinito en un junco> de Irene Vallejo, un exitazo publicado el año 2019 por Ediciones Siruela. Tiene una versión con Tyto Alba para jóvenes en comics publicado por Debate.
Irene, como me gustaría que leyeras esta reacción de tu libro. Viaje por el mundo y por el tiempo. La piedra, el papiro y el papel me acompañaron. Pero no fue esto lo que movilizo mi reacción, fue tu magia, tu acto saltimbanqui, desde Sócrates a los cafés con tu padre, de Alejandro al librero de Madrid. La sensibilidad de traspasar en palabras el amor por las palabras y el culto a un objeto, que aunque sé quiera pensar que se retira, nos sigue trasladando a lugares variados, de sueños y viajes, de ciencia y conocimiento. El libro, desde ese primero escrito para ser horadado hasta el último, inserto en un dispositivo que transporta miles de ellos, ha caminado con nuestra historia y es testigo y divulgador del pasado y constructor de sueños venideros.
Escribir es intentar descubrir lo que escribiríamos si escribiésemos, así lo expresa Marguerite Duras, pasando del infinitivo al condicional y luego al subjuntivo, como si sintiese el suelo resquebrajarse bajo sus pies. Inventados hace cinco mil años, los libros de los que estamos hablando, en realidad los antepasados de los libros —y de las tabletas—, eran tablillas de arcilla. En las riberas de los ríos de Mesopotamia no había juncos de papiro, y escaseaban otros materiales como la piedra, la madera o la piel, pero la arcilla era abundante.
Parafraseando a Dickens, «era el mejor de los tiempos; era el peor de los tiempos». En ellos el libro nos acompaña, como la santa madre. La pasión del coleccionista de libros se parece a la del viajero. Toda biblioteca es un viaje; todo libro es un pasaporte sin caducidad. La brújula del libro continua intercutánea, en un tiempo inmedible como el nuestro, ensanchado cada segundo, un tiempo de paralelismos y de inmediatez intrascendente, salvo algunos, como el pueblo de Amondawa que no tiene palabra para el tiempo, pero que lo vive en el día y la noche, en el invierno y el verano. Por eso el libro es infinito y divino, leer como un acto de constricción, un decidir si quieres o no viajar; me alquilo para soñar, decía García Márquez. Por donde comienzo entonces, sigo sin saberlo o como Irene, que partió de su padre y termino en las páginas infinitas. Como Aristóteles, que de la academia partió al campo, o como Borges, que estaba hechizado por la idea de abrazar la totalidad de los libros. El laberinto completo de todos los sueños y palabras. Por donde partir, por el ritual de la lectura, que implica gestos, posturas, objetos, espacios, materiales, movimientos, modulaciones de luz. Por donde, no quiero citar más, a Irene, sus letras son caminos a nuestra Roma, sus páginas portan aviones que te lanzan a mundos pasados y desconocidos, Su historia es la imagen de una niña que una vez su padre le mostró los libros, y le despertó un mundo que pocos ven. El hoy no existe, solo existe la mirada acumulada y en algunos casos sintetizadas de saberes, que se expresan en quien vive para vivir. Por donde comienzo, no lo sé Irene.
Quiero leerlo de nuevo, después de vivir, después de ser Padre y Abuelo… Ser infinito como lo divino, como el infinito en un junco, quiero estar en el pasado y en el hoy quiero contarte sobre este libro. No sé por dónde partir, dinos tu Irene.
Nicolás Fontaine
24 de octubre
Faro de La Nueva Extremadura